El fútbol es el deporte que más pasiones despierta en todo el mundo. Desde Perú hasta Nueva Zelanda, incluso en países azotados diariamente por el terrorismo como Siria o Iraq. Supone una vía de escape para millones de personas ávidas de satisfacciones en una sociedad en estado crítico. En estos tiempos tan convulsos es necesario imbuirse de belleza. Necesitamos irremediablemente nutrirnos de ídolos, sobre todo de deportistas que consigan atraer nuestra atención y que enciendan la mecha de las emociones más explosivas. Los sentimientos más indescriptibles que solamente un tipo, de nacionalidad argentina, puede aflorar por su innata habilidad con un esférico. Creo que mi exposición inicial no puede esconder más su nombre y apellido, aunque nos hayamos «aburrido» de mencionarlo en todos los rincones del planeta. Lionel Messi ha sido el protagonista, en los últimos diez años, de relatos y épicas que han enloquecido hasta a sus enemigos. Quien dude de su liderazgo y de su capacidad para emocionarnos no merece formar parte de su universo, un lugar donde la locura, la magia, la inverosimilitud y la ambición le confieren la distinción de leyenda.
Su modus operandi es muy sencillo: jugar sin correr. Solo él puede hacerlo. Es irreductible e indefendible. Sus maniobras desquician a rivales que no logran descifrar las fórmulas de su extenso repertorio. No existe el antídoto para aniquilar a un jugador sobrenatural, nacido con un balón pegado al pie, que obra milagros un día sí y otro también. Nunca decepciona. Agradezco a este deporte, hipnotizado por los poderes paranormales del futbolista rosarino, por proyectar su supremacía y dibujar en los escenarios de todo el mundo sus movimientos tanto horizontales como verticales. Todos ellos trazados con absoluta precisión. Nadie es capaz de generar tanta admiración como Lionel. Un galáctico con apodo, la Pulga, muy habitual en su país natal. Aun así, es prácticamente imposible atribuirle solamente uno. Los adjetivos para definirle son incontables. Sus detractores, ataviados de blanco y motivados por la amenaza de su destructiva presencia, son reacios a reconocer su abrumadora superioridad en un juego gobernado por unos cuantos elegidos. Se aferran, con todas sus fuerzas, a una «máquina» tan letal como es Cristiano Ronaldo. El portugués, obsesionado por su afán de protagonismo en los círculos donde sus líneas de acción son más productivas, y no me refiero en los espacios donde el balón circula con diferentes velocidades, se resiste a caer en el inevitable lamento de coincidir en el tiempo con el mejor jugador de la historia.
Sé que durante los próximos años, incuantificables, podré disfrutar de la autenticidad de un futbolista que, en cualquier época, hubiera maravillado a profesionales y aficionados con conceptos antagónicos asociados a planteamientos tácticos y vinculados, indefectiblemente, a aspectos ofensivos o defensivos. Sistemas complejos y barreras infranqueables para cualquiera, menos para Messi. El único que encuentra soluciones y que ha alcanzado cotas inimaginables para el resto de los mortales. Pero mi gran temor es que llegue el día de su retirada. Ojalá que jamás se produzca. Aunque mi deseo sea irreal, me niego a descubrir cómo será el fútbol sin su silueta. Dejaré de creer en un deporte maniatado, innecesariamente, por el dinero y el marketing.
Maikel Tapia (@tapia_maikel)
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